El miércoles 12 de marzo, el Estadio 3 de Marzo dejó de ser un campo de fútbol para transformarse en una catedral. No había sermón, pero sí una liturgia: la de RÜFÜS DU SOL, esos australianos que fabrican música como quien construye puentes entre la melancolía y la euforia.
El primer acorde de Inhale fue una campanada. La noche empezó a caminar con pasos suaves pero seguros, y la multitud —esa feligresía de sonidos electrónicos— se dejó llevar. La calidad del sonido era una bendición: cada golpe de bajo retumbaba en el pecho como un eco de algo antiguo, cada sintetizador era una caricia eléctrica, cada voz llegaba clara, como una confesión susurrada.


El setlist fue una peregrinación por el alma. You Were Right fue el primer estallido de júbilo, Sundream convirtió al estadio en una procesión danzante, y con On My Knees se nos doblaron las rodillas, pero no por devoción, sino por el peso de la emoción.
Entonces llegó Innerbloom. Diez minutos de trance colectivo, de miradas cerradas y cuerpos flotando en el aire sin despegarse del suelo. No fue una canción, fue un rito. Y cuando creímos que la epifanía había terminado, el encore nos regaló la trinidad final: Break My Love, No Place y Music is Better. Salimos convertidos, distintos, mejores.

La asistencia fue generosa, la técnica impecable, y la sensación de haber presenciado algo más grande que un concierto quedó suspendida en el aire, como esas notas finales que aún vibraban cuando el silencio regresó. RÜFÜS DU SOL no solo tocó música, ofrendó un pedazo de eternidad.
Reseña por: El Reportero Amorfo / Foto: Cortesía Boaz Kroon