En 1979 Stephen King, oculto bajo el seudónimo de Richard Bachman, imaginó un Estados Unidos distópico donde la diversión nacional consistía en ver a un grupo de adolescentes caminar hasta la muerte. Décadas después, el director Francis Lawrence (Los juegos del hambre, Constantine) se atreve a llevar esa pesadilla a la pantalla grande en una adaptación que respeta la esencia de la novela y al mismo tiempo se arriesga con una mirada contemporánea. El resultado es una película de terror social que incomoda, entretiene y duele.
La película arranca sin preámbulos: cada año, el gobierno organiza “La Larga Marcha”, una competencia en la que un centenar de chicos de entre 16 y 18 años debe caminar a una velocidad mínima de 6.5 km/h sin detenerse jamás. Una voz mecánica les recuerda que a la tercera advertencia por bajar el ritmo, obtendrán “el pasaporte”, término que suena burocrático pero significa ejecución inmediata. No hay meta, no hay descanso, no hay premio que justifique la crueldad salvo la promesa de fama, fortuna y una vida libre de preocupaciones para el único sobreviviente.
La cámara de Lawrence nos sumerge en esa carretera interminable: el asfalto que se extiende hasta el horizonte, el sonido persistente de las botas golpeando el pavimento, los soldados que vigilan con rifles listos. El “Comandante”, interpretado con una mezcla de cinismo y carisma por Mark Hamill, aparece para dar la salida como si fuese un animador de fiesta. Al principio los participantes lo miran con respeto, casi con idolatría, pero poco a poco esa figura se revela como lo que realmente es: un maestro de ceremonias de la muerte.
El corazón de la historia late en Ray Garraty, un joven de 17 años encarnado por Cooper Hoffman, que logra transmitir vulnerabilidad y fuerza en igual medida. Ray no es un rebelde ni un héroe tradicional; es un adolescente común que, como millones de otros, fue elegido casi al ¿azar? para participar. A su alrededor se teje un microcosmos de relaciones intensas: amistades que surgen entre el cansancio y el miedo, rivalidades que se transforman en pequeños pactos de supervivencia.


Destacan las interpretaciones de David Jonsson como Peter McVries, Garrett Wareing como Stebbins, Tut Nytuot como Arthur Baker y Ben Wang como Hank Olson. Juntos forman un grupo de caminantes que, a pesar de la competencia mortal, se apoyan, se confiesan y se enfrentan a la inevitable pregunta: ¿vale la pena seguir caminando cuando el final solo puede ser la muerte?
Lawrence no suaviza la brutalidad del libro. La violencia es explícita, pero nunca gratuita: cada disparo, cada cuerpo que cae, tiene el peso de una sociedad que ha convertido la muerte en espectáculo. La cámara se detiene en los rostros exhaustos, en la sangre, en la carne que se deteriora, recordándonos que estos chicos son solo cuerpos frágiles. La piedad, es inexistente.
La larga marcha va mucho más allá del simple espectáculo macabro. En el fondo, es una reflexión sobre la naturaleza humana, la fragilidad del cuerpo y la capacidad de resistir. La amistad, la solidaridad y la esperanza se convierten en pequeños actos de rebeldía frente a un sistema que deshumaniza. La película nos recuerda, con crudeza, que somos carne y huesos destinados a desgastarse, pero que en medio del horror todavía es posible encontrar destellos de bondad y amor.
Quizá el único punto débil de la adaptación sea su desenlace. Lawrence decide apartarse ligeramente del libro para proponer un cierre ambiguo.
Camina o muere llega a los cines el 25 de septiembre, una experiencia que vale cada paso.
PRESENTADA POR CORAZONFILMS