En un mismo año, el cine ha decidido volver la mirada hacia los orígenes íntimos de dos mitos literarios: Cervantes y Shakespeare. Pero si El cautivo exploraba la imaginación como refugio frente al encierro, Hamnet, de Chloé Zhao, se atreve a algo más radical: despojar al genio de su pedestal para observarlo desde el lugar donde realmente nace la tragedia, no en el talento, sino en la pérdida, en lo humano.
Hamnet es una película que rehúye la cronología, los hitos y la solemnidad histórica. No le interesa el Shakespeare consagrado ni el monumento cultural, sino la fisura previa: la vida doméstica, el matrimonio, la infancia y, sobre todo, el duelo. El título ya es una declaración de intenciones. No alude directamente a Hamlet, sino a la experiencia —humana, devastadora— que la precede. El niño antes del príncipe.


Zhao, adaptando junto a Maggie O’Farrell su propia novela, desplaza el centro del relato hacia Agnes )(Anne) Hathaway, una figura históricamente relegada y aquí convertida en el verdadero eje emocional del filme. Jessie Buckley compone a una mujer atravesada por lo ancestral y lo sensorial, profundamente vinculada a la naturaleza, a los cuerpos y a lo femenino que roza lo pagano. Su Agnes no es musa ni satélite del genio: es presencia, intuición y herida abierta. Si Shakespeare escribe para fijar el mundo, Agnes siente para sobrevivirlo.
Zhao construye un relato fragmentado, casi impresionista, hecho de escenas que no buscan cerrarse sobre sí mismas, sino acumular sentido con el tiempo. Los interiores estrechos, los encuadres cerrados y la recurrencia de marcos físicos —puertas, vigas, árboles— generan una sensación de encierro que no es histórico, sino emocional. Incluso los exteriores, especialmente el bosque, lejos de ofrecer escapatoria, funcionan como otro espacio de recogimiento, casi uterino. La Inglaterra isabelina aparece apenas esbozada: no como contexto sociopolítico, sino como atmósfera. Aquí el mundo importa solo en la medida en que afecta a esta familia.


Ese minimalismo narrativo puede resultar, por momentos, exasperante. Hay escenas que parecen esbozos, relaciones que se intuyen más de lo que se desarrollan, y un montaje que apuesta por la sugerencia antes que por la progresión dramática clásica. Sin embargo, esa aparente falta de densidad es una estrategia consciente: Hamnet no quiere explicar el dolor, quiere que lo habitemos. Y es en su último acto donde todo lo anterior —los fragmentos, los silencios, las repeticiones— encuentra su razón de ser.
La película alcanza entonces una potencia inesperada, especialmente cuando el teatro irrumpe no como espectáculo, sino como ritual. La ruptura de la cuarta pared, el encuentro entre Agnes y Will en el espacio escénico, y la confusión deliberada entre personaje, actor y espectador convierten al arte en un puente entre lo perdido y lo recordado. No se trata de glorificar la creación, sino de mostrarla como un intento desesperado de retener aquello que la vida arrebata.
Paul Mescal ofrece un Shakespeare contenido, vulnerable, más humano que mítico. Aun así, es legítimo preguntarse si el filme no traiciona parcialmente su propio impulso al equilibrar demasiado su peso con el de Agnes, diluyendo la radicalidad femenina que el material prometía. Algunos subrayados —como la inclusión explícita del “ser o no ser”— resultan innecesarios en una obra que funciona mejor cuando confía en lo no dicho.


Aun con esas fisuras, Hamnet es una película profundamente conmovedora. No por lo que muestra, sino por lo que deja resonando después. Zhao transforma su habitual neorrealismo en una poética del duelo, rozando lo lírico sin caer —salvo contadas excepciones— en la cursilería. La música de Max Richter, la fotografía de Lukasz Zal y, sobre todo, las interpretaciones, construyen una experiencia que no busca el impacto inmediato, sino una trascendencia lenta, casi subterránea.
Al final, Hamnet no habla tanto de Shakespeare como del precio de crear, ni siquiera del dolor en sí, sino de su transformación. De cómo el arte no repara la pérdida, pero puede darle forma. De cómo una vida anónima, un niño de once años, una madre devastada, pueden convertirse —sin saberlo— en el eco de una de las tragedias más grandes jamás escritas. Y de cómo, en ese gesto, lo íntimo alcanza lo legendario.